- Los
bancos deben su razón de existir al hecho de que siempre ha habido, en
mayor o, cada vez, menor medida, dinero físico. Éste, como cualquier
entidad física, tiene que estar siempre en algún lugar y, como cualquier
entidad física que tiene valor y es aceptada a cambio de otros valores,
requiere ser guardada en un lugar seguro y exclusivo. Con dinero físico me
refiero, se entiende, al que se puede tocar y sentir, y que en la
actualidad alcanza un modesto 3 % de todo el dinero en circulación (ese
porcentaje varía según el país; para ver cifras exactas, consulte el Libro
Azul publicado anualmente por el Banco Central Europeo). Los avances
tecnológicos en información nos presionan de facto, y en contra de las
políticas conservadoras de mantener el dinero físico, hacia una gradual y
completa digitalización del dinero. Habrá que preguntarse pues ¿por qué
los gobiernos y/o los creadores del dinero no están promoviendo las
tecnologías para la eliminación de ese cuantitativamente insignificante
remanente, dados todos esos problemas que crea? ¿Por qué no hacer que todo
el dinero sea digital o electrónico, ya que el 97 % ya lo es? ¿A quién
favorece más y quién tiene más interés en mantener ese 3 %? Ni que decir
tiene que los primeros interesados son, desde luego, los bancos. Los
orfebres de la antigüedad y los bancos de hoy difieren en muchos aspectos
en cuanto sus prácticas y modelos de negocio, pero coinciden en una cosa
fundamental que se obstina en permanecer: ambos tienen arcas o cámaras
acorazadas seguras para guardar grandes cantidades de dinero/valores a
disposición de sus clientes (menos cuando hay retirada masiva de fondos,
se entiende) y para mantenerlo lejos de la tentación de ser robado. En
pocas palabras, los bancos han existido siempre sólo porque siempre ha
habido algo tangible de valor que atesorar (oro, títulos valores, dinero),
siendo ésta una condición sine que non para que sigan existiendo.
- Desde
su creación, en todas las civilizaciones humanas, el dinero se ha
mantenido siempre en la cima de la clasificación como la invención del
hombre que más ha contribuido al desarrollo económico y al fortalecimiento
del tejido social. Ha sido, y sigue siendo, el instrumento por
antonomasia para llevar a cabo con facilidad acuerdos y transacciones
comerciales, un indudable instrumento muy superior a los primitivos
sistemas de trueque. Su importancia para la economía, sobre todo a partir
de la segunda guerra mundial, ha aumentado de modo exponencial y ha hecho
que hoy no concibamos la vida sin él. Las economías, y por desgracia la
práctica totalidad de las actividades humanas, giran alrededor del dinero.
Se puede decir que el dinero (e, indirectamente, las élites que lo
controlan) gobierna el mundo. Sin embargo, debido a las características
que le hacen vulnerable y a su indebido uso, su gobierno no es ni
democrático, ni socialmente justo, sino partidista, exclusivo, frío,
calculador y tiránico, generando la mayor parte de las fragmentaciones y
conflictos sociales que hoy experimentamos. A pesar de todo ello, la
percepción que hoy tenemos del dinero es más bien positiva. Sabemos que
éste lo compra todo y que todo tiene, o puede tener, un precio, lo cual,
en teoría, no está necesariamente mal. Los problemas aparecen en la
práctica cuando ingentes cantidades del mismo, si no casi todo, se acumula
en las manos de unos pocos que, guiados por su instinto natural, hacen
todo lo posible para inclinar a su favor la balanza del poder −el
económico y, por estar existencialmente ligado a él, el político−,
convirtiendo a los que no lo tienen, o difícilmente pueden acceder a él,
en sus esclavos (aunque éstos raras veces se consideran a sí mismos como
tal). Día a día, sea desempeñando un trabajo remunerado, estudiando,
arriesgando los ahorros o el impago de algún crédito para que algún
negocio salga adelante, enfocamos todos nuestros esfuerzos sólo en conseguir
dinero (sacrificando muchas veces valores inmateriales personales que no
tienen etiqueta de precio). Esta incesante lucha es en esencia
una sutil forma de trabajo forzado, todo lo contrario de lo que
los defensores del statu quo nos predican a diario en los medios de
comunicación, lo cual nos aleja cada vez más de la sensación o el ideal de
bienestar personal, eso es, vivir en armonía con los demás y con el
medio ambiente. Las sociedades y sus valores se han ido adaptando al
dinero para acabar girando a su alrededor no sólo porque el dinero es
aceptado a cambio de casi cualquier cosa, incluidos nuestros esfuerzos
físicos e intelectuales y lo que la naturaleza nos provee de modo gratuito
en forma de materias primas o alimentos, sino porque, una vez cubiertas
nuestras necesidades, nuestra relación con él cambia. Acumular fortunas es
más que un paradigma social, se ha convertido en una cultura, en una
filosofía y en una forma de vida - se entiende, cada vez más
característica de una menguante minoría cada día más poderosa, exclusiva y
excluyente. Y lo que es más peligroso y menos visible, ellos son los
modelos sociales a seguir, los ganadores, los campeones del capitalismo.
Sabemos que cantidades considerables del mismo nos ayuda a conseguir
poder, comodidades y reconocimiento social. Incluso, nos hace creer por
momentos que hasta podemos conseguir la felicidad −bueno, los sucedáneos
de la misma que encontramos en las estanterías−, o, si se puede ser tan
hipócrita, el amor. Sin embargo, para la mayoría de nosotros el dinero es
solo un (amo) tirano con cara sonriente y brazos abiertos que asegura
querer ayudarnos, cobrar comisiones imperceptibles y ser muy
condescendiente y flexible con los pagos de lo debido, pero en cuya
espalda se puede leer en letra grande: TAE 29,9%*, donde el asterisco nos
llevaría a toda esa letra pequeña que nadie nunca lee. La letra pequeña
está dirigida en última instancia a abogados y jueces. Lo más preocupante
es que los que poseen la mayor parte del dinero y/o controlan su creación y
la concesión de créditos tienen el control sobre el resto de nosotros. El
dinero ha pasado de ser, originaria e históricamente, un medio para
convertirse irreversiblemente en un fin en sí mismo. Esto no sería un
problema si no fuera porque la mayor parte de nosotros, el 99 % para ser
más exacto, no sólo no tiene la capacidad de crear dinero, o de participar
de algún modo en su creación y asignación, sino que tiene que poner todo
su esfuerzo personal y energía para competir con el despótico 1 % para
obtenerlo y cambiarlo, casi al instante, por un modesto y (de nuevo, por
ese mismo 1 %) sobrevalorado bienestar.
- El
dinero, este gran artificio del hombre, surgió de la necesidad y de modo
espontáneo como medida abstracta para resolver los problemas inherentes de
los primitivos sistemas de trueque y cumplir un básico papel comercial y,
recientemente, económico. Crear, y convenir en aceptarlo a cambio, un
continente o contenedor físico que comprima, conserve y transmita un
contenido, sea éste material o inmaterial –como una cosa de valor, unos
bienes o servicios del comercio, una idea o un acuerdo−, fue una
ocurrencia inteligente del hombre de la antigüedad cuya naturalidad y
pragmatismo sólo fueron superados por su unicidad. Fue esta unicidad,
complacientemente aceptada en unanimidad, la que le mantuvo
inalterable en el vaivén de lo político, lo económico y lo existencial de
distintas sociedades y épocas hasta nuestros días. Desde nuestra
perspectiva nos resulta claro ahora que no podía haber sido de otro modo,
dado el estado de la técnica de aquellos tiempos. Sin embargo, ¿qué
sentido tiene hoy seguir utilizando ese contenedor físico y cualquier otro
papel que lo represente en la sociedad tecnológica de hoy? ¿Consideró
alguna vez que, si se desprovee al dinero de esa cualidad de ser
físicamente tangible y, en alguna fase del flujo circular de las
actividades económicas, de tener que estar siempre en posesión
de alguna persona, lo único que queda es pura información?
Cualquier cosa -cosa en sentido amplio, como sería una deuda, un
crédito, un bien del comercio, una prestación o nuestros ahorros- que
esté detrás de cada unidad monetaria y que hemos convenido que ésta
represente como unidad de cambio en nuestras transacciones es
fundamentalmente información. Si consideramos el estado actual de la
técnica, llegamos con facilidad a la conclusión de que esta información se
puede guardar y transmitir de muchas maneras y con mucha más facilidad,
seguridad y rapidez que el dinero papel. Sin entrar en consideraciones de
política y economía, descubrirá con naturalidad que esa cualidad física
del dinero, por muy natural y útil que hoy nos parezca y que damos por
sentada como cualidad indispensable, es una mera reliquia histórica que, a
la postre, se ha convertido en el mayor escollo socio-evolutivo del hombre moderno. Eliminar
todo el dinero físico y hacer que cada unidad monetaria o divisa sea
digital y distinguible de las otras del mismo tenor es la asignatura
pendiente de la sociedad tecnológica actual.
- Mirando
desde cerca, descubrimos con facilidad que todas las características que
tan familiares nos resultan del dinero −sea éste efectivo o virtual− de
ser fungible, líquido, anónimo y fácilmente convertible e intercambiable
benefician en realidad cada vez menos a la producción y al comercio de
bienes y servicios, y de ahí a los verdaderos creadores de valor de la
economía. Asistimos con impotencia a la desnaturalización acelerada de
nuestro familiar dinero, no teniendo más remedio que aceptar a cambio un dinero
mutado que favorece cada vez más al sector financiero y a las ricas
multinacionales que evaden impuestos mil millonarios. Un dinero sin
cualidades económicas reales, cuyas mayores calidades son la cantidad y el
anonimato de uso. Y no es sólo una cuestión de teoría económica, es
una realidad social cada vez más visible e inaguantable.
El dinero físico y el virtual anónimo, sólo sirven para generar,
por un lado, ricos cada vez más ricos, reducidos en número, políticamente
influyentes y poderosos y, por otro, pobres cada vez más pobres y
numerosos, políticamente irrelevantes y dependientes de los ricos. El
único objetivo de éstos seguirá siendo siempre el de asegurar por todos
los medios (aunque prefieren llamarlo “hacer lobby”) su posición influyente e
imponer sus criterios a gobiernos y legisladores para mantener esta
posición dominante, tanto en la sociedad y la política, como en la
economía. Es la mayor y la mejor disimulada desigualdad social y de
oportunidades de toda la historia humana. "Cuando la tasa de
rendimiento del capital supera la tasa de crecimiento de la producción y
los ingresos, como lo hizo en el siglo XIX y parece muy probable que lo
haga de nuevo en el siglo XXI, el capitalismo genera automáticamente
las desigualdades arbitrarias e insostenibles que socavan radicalmente los
valores meritocráticos en que se basan las sociedades democráticas."
Thomas Piketty en El Capital en el siglo XXI (2014). Y
si consideramos la disfunción congénita y estructural del capitalismo
que persiste en la actualidad –eso es, crecimiento económico ilimitado en
un planeta con recursos finitos que da sustento a una población humana que
crece exponencialmente, generando costes sociales y medioambientales
insostenibles−, diría también que el dinero no sólo no sirve para resolver
ese problema apremiante, sino que −al ser vertido incondicionalmente en la
economía con la excusa de que necesitamos crecimiento económico para
resolver, como si ese no fuera suficiente, otros problemas generados
también por las insalvables disfunciones del capitalismo− hace que empeore
cada vez más. Sobre las contradicciones existentes en el sistema y sobre
el fin del capitalismo, sugiero al lector el reciente libro de David
Harvey (2014), "Seventeen Contradictions and the End of Capitalism".
Inspirado en la distinción que K. Marx teorizó sobre valor de uso y valor
de cambio, el autor plantea y desarrolla una nueva teoría, un tanto poco
convencional pero digna de toda nuestra atención, sobre el papel actual
del dinero y de su relación con el valor socio-económico que le damos.
- Las
cualidades mencionadas anteriormente, tan alabadas históricamente por los
economistas convencionales, no sólo han dejado de ser tal, sino que se han
vuelto en contra de todas las demás funciones del dinero, esenciales para
la estabilidad económica y el bienestar social, i.e., favorecer la
producción y el intercambio de bienes y servicios, asegurar la estabilidad
económica, estimular la inversión y el ahorro y proveer una socialmente
justa pre/redistribución de la riqueza y de los recursos naturales,
procesados o no. Otra disfunción del dinero actual es el
"necesario" interés que se le aplica en las transacciones
financieras. Lo consideramos tan necesario y legítimo que lo llamamos
interés legal (claro, por que lo es, por imperio de la ley). Pensándolo
con detenimiento llegamos con facilidad a la conclusión de que el interés
sobre el dinero existe solo porque sigue habiendo dinero físico, eso es,
algo que requiera ser guardado y "cuidado". Es la demeritada −y
en muchos casos, usurera− retribución que corresponde al que tiene que
hacer frente a la "penosa" empresa de atesorar, cuidar y decidir
a quién prestar el dinero. Los bancos, a pesar de no aportar valor
alguno a la economía, saben distinguir mejor que nadie lo que tiene valor
y lo que no en la economía. Al conceder créditos, ellos siempre exigen y
"agarran las manos" en una garantía o un aval (con una
garantía), pero no a su valor de mercado, sino al 80% del valor que ellos
periten, que antes de la crisis su codicia les llevó a hincharlo a un
entre el 100% y el 120 % de su valor real. Se insiste en que sin bancos la
economía no podría funcionar y que el interés sobre el dinero es su
merecida (?) retribución. Todos sabemos sin embargo que, en realidad, lo
único que los bancos hacen es multiplicar el dinero de la nada,
desconectarse cada vez más, a sí mismos y al dinero que crean, de la
economía de lo tangible y alimentar la inflación y/o el desempleo. Podría
importarnos poco, y con más razón si creemos a sus creadores cuando
insisten que ese es el mejor camino para crear empleo, si no fuera porque
la especulación −como siempre lo ha hecho− lleva a fluctuaciones radicales
en el valor de los activos y en el bienestar social, crea burbujas y
origina largas crisis económicas que desembocan siempre en depresión (la
actual depresión sólo espera en hacerse visible de un modo inequívoco una
vez los EEUU incurran en el impago de sus hace tiempo insostenibles deudas
externas y el precio del dólar caiga en picado; para tener una idea
exacta, consúltese el análisis de James Rickards de su reciente libro
(2014) "The Death of Money: The Coming Collapse of the International
Monetary System". La natural pregunta que preocupa a muchos es ¿qué
hará China con todos esos bonos del tesoro estadounidense que tiene? y
¿qué impacto tendrá el impago estadounidense de las deudas en la economía
del mundo?). Se han exprimido tanto las cualidades del dinero y
se han aprovechado tanto sus debilidades que éste ha dejado de servir
con eficacia al hombre como instrumento o referencia abstracta para cubrir
sus necesidades y asegurarse el bienestar. Damos por sentado que lo único
que importa es cuánto dinero hay o cuanto más se puede producir del mismo
y que nuestros problemas sólo se pueden resolver con dinero, o sea más
dinero, lo cual quiere decir, más deudas. Lo más importante no es la
cantidad del dinero que existe en circulación sino su calidad. El dinero
mejorará cualitativamente solo si cada unidad monetaria llega a contener y
transmitir, cada vez que cambia de manos, toda la información relativa a:
su origen, la identidad y la solvencia de su creador original y de todos
los poseedores sucesivos y si fue asignado o invertido en actividades
productivas o socialmente útiles. Sabemos que con cada inversión, cada vez
que el dinero cambia de manos, el dinero se multiplica. Pero ¿cuál es
exactamente el valor que representa ese dinero nuevamente creado? ¿En qué
se ha invertido exactamente? y ¿cuál es su valor en el mundo real? Si
vamos a mantener el dinero anónimo, está claro que los que tienen la
capacidad de crear/multiplicar el dinero, bancos y financieras
básicamente, los grandes intermediarios, nos dirán muy poco o nada sobre
esa relación entre valor y precio. Para ellos, lo que cuenta es el número
de unidades monetarias anotadas a su nombre y el valor de los activos de
sus opacos y "arreglados" registros contables. Esa sólo es una
cuestión moral, dicen, a fin de cuentas, la finalidad de los negocios es
hacer negocios, ¿no? Hacer dinero, ese es su gran "negocio", con
lo cual quiero decir timo. Llama la atención un hecho sobre las
prácticamente todas políticas de hoy, y da igual el régimen o el color
político que las genera. Se insiste a bombo y platillo en la creación de
empleo y en el crecimiento económico. Para los políticos de hoy, da igual
si el crecimiento viene, más notablemente después de esta última
crisis, de invertir más en viviendas que luego acaba en los manos de
los bancos, en su rescate y en la estimulación del consumo, cualquier
cosa, menos lo que es realmente productivo. Sin embargo, ninguna de ellas
menciona, siquiera indirectamente, lo que en realidad es lo más importante
en cualquier economía, ya que todo lo demás lo seguirá: el dinero físico y
anónimo. Sabemos muy poco o nada sobre gran parte del dinero que está en
circulación y, sin embargo, toda nuestra atención está puesta en las
acciones y el potencial de las personas que intercambian bienes y
servicios por dinero y que paguen los impuestos. Hay leyes tanto para
combatir todas las actividades o acciones humanas no deseables o
anti-sociales/económicas, como para estimular sus actividades que aseguren
el crecimiento económico y la creación de empleo -que de vuelta son
garantía para las reelección de los políticos en los cargos, pero ninguna
para rastrear el dinero por su número de serie, por ejemplo, si no para
digitalizar todo el dinero y hacer que cada unidad monetaria sea única y
distinguible. Parece importarles poco a los gobiernos de hoy si el origen
del dinero es lícito o no, si tiene respaldo en unos bienes y servicios
reales de la economía o en la inversión para producirlos, si proviene de
un paraíso fiscal, si se destina en parte a “hacer lobby” o a sobornar a
las autoridades para defender los intereses de las élites o de poderosas multinacionales
que exprimen los recursos humanos y saquean los del planeta, o se crea de
la nada como deuda que, en su mayor parte, será pagada por las
generaciones futuras. Lo único que se ha hecho para combatir esas
actividades ilícitas o inmorales ha sido convenios y leyes nuevas −más
papeles mojados− cuya complejidad aumenta en proporción inversa con
respecto a su aplicabilidad y efectividad. En pocas palabras, mi premisa
es que todo esto es posible sólo porque “el dinero no tiene olor”
(Vespasiano). El anonimato del dinero es una infeliz debilidad de tipo
“sírvanse ustedes mismos” −aunque los economistas insisten en que es la
mayor virtud y el elemento fundamental del laissez faire− que
es aprovechada al máximo una y otra vez por bancos, políticos corruptos,
blanqueadores de capitales, oligarcas, oportunistas, especuladores y
reducidas clases privilegiadas y sedientas de poder.
- Resulta
obvio, pues, que lo que se necesita es dar más calidad al dinero no
imprimir o generar electrónicamente más unidades del mismo. Más calidad
significa más información, o sea, más exacta, fiable, segura, comprensiva,
transparente y oportuna acerca de cada unidad monetaria en circulación.
Unas cualidades que nos habiliten hacer en cada momento un juicio sobre la
relación de cada unidad con el valor real, el valor que efectivamente
representa y no el que los expertos "pintan" en los libros
contables de los grandes creadores de dinero. Necesitamos un sistema donde
la mano izquierda sepa en todo momento lo que está haciendo la derecha.
Eso es, saber −o tener la capacidad de acceder con facilidad a ella −, en
cada momento y en cada posición dentro del flujo circular de las
actividades económicas, toda la información concerniente a: el origen y la
finalidad de cada unidad monetaria empleada en las transacciones
comerciales o en las asignaciones presupuestarias del estado, la
existencia o no de otro sujeto con derecho a reivindicarla y, en su caso,
si las partes implicadas son económicamente solventes, o sea, si
transan arriesgando o garantizando con los ahorros o bienes propios o con
los de otros, advertidos éstos o no de ello. En la actualidad todo esto
parece imposible, ya que en cualquier momento el dinero puede ser separado
y aislado del flujo en forma de dinero físico, cobrando de nuevo autonomía
como crédito (y generando más intereses a los bancos). Por otro lado, a
través de sucesivas anotaciones en las cuentas de sus deudores, los bancos
conceden créditos mucho por encima de sus activos (de los depósitos,
básicamente, aunque en las últimas décadas los bancos empezaron a alargar
sus brazos hacia otros activos duros como terrenos agrícolas
en África o aluminio) y crean dinero de la nada –aunque
para describir este fenómeno ellos usan el eufemismo “multiplicador
bancario”−, garantizándolo con una modesta reserva fraccional,
que en la zona euro es del 1%. Cada billete, moneda o unidad
monetaria electrónica es como una especie de cheque al portador en el que
lo único que queda inalterable es la cantidad y, en el caso del dinero en
efectivo, otros identificativos como la fecha, el emisor y el número de
serie −número actualmente irrelevante para la economía, aunque en realidad
éste debería ser lo único que le conectara a ella a través de la
identificación en todo momento de la transacción y de las partes−,
pudiendo virtualmente ser indefinidamente escritos y borrados, o
simplemente obviados, todos los demás datos que, tengo que insistir, son
en realidad los más importantes para la continuidad del flujo circular
mencionado y, en consecuencia, para la estabilidad económica: la
identificación, tanto del poseedor actual como del anterior, de modo que
sólo pueda ser reclamado por uno solo en un momento dado −por eso a partir
de la modernización del dinero los bancos perderán su razón de existir−,
el carácter de prestado o ahorrado, su destino y la relación que tiene con
el valor añadido, la productividad, la creatividad, el interés común o la
utilidad social. El nuevo dinero digital podrá contener toda esa
información sin quitarle facilidad de uso o liquidez, con la capital
diferencia de que sus usuarios tendrán que adaptar sus transacciones a sus
características (y demás condicionantes, véase Propuesta), tanto
cualitativas como cuantitativas, todo lo contrario de lo que está
sucediendo en la actualidad.
- La
eliminación de todo dinero físico, de ese 3% que queda en la actualidad,
hará redundante la existencia de los bancos y, una vez desaparecidos, de
toda entidad financiera, con lo cual, ya que no habrá nada que requiera
ser guardado, tampoco tendrá justificación el interés sobre el dinero. En
su lugar, se podrá aplicar a los préstamos un porcentaje para
estimular el ahorro y la inversión, pero en concepto de prima y como cuota
parte de los beneficios, que en todo caso será hecha efectiva sólo cuando
se generen esos beneficios y no antes, cerrando, de este modo, la puerta
grande de la especulación. Considerando el actual estado de las
tecnologías de la información y comunicación, la modernización del dinero
se nos presenta no sólo como factible, sino además −dada la crisis
económica en la que estamos− como necesaria. Si el dinero es información,
la solución obvia será crear una base de datos e implementar unos
servidores exclusivos donde guardar esa información (como los servidores
informáticos actuales) y la infraestructura para acceder a la información
y usarla con eficacia y seguridad. Asimismo, harán falta nuevos programas,
protocolos exclusivos y una capa de seguridad para el tratamiento de esa
información −entendiendo por tratamiento todas las acciones que permitan
la recogida, grabación, conservación, elaboración, conversión,
modificación, bloqueo y cancelación de datos. Otro elemento
fundamental para la funcionalidad y estabilidad del sistema será la
identificación segura y en todo momento de los movimientos de cada unidad
monetaria, por su número de serie, y de los que llevan a cabo dichas
acciones. Al mismo tiempo, para proteger la privacidad, se deberán
almacenar de forma segura e imborrable todos los registros de creación, acceso,
modificación y cesión de los datos, permitiendo a las personas
concernientes a acceder a ellas con seguridad. Mencionaría aquí, sin
embargo, que no pretendo ser el primero o el único que detectó y aboga por
la tendencia de desaparecer del dinero físico y de los bancos (centrales),
ni mucho menos. Hace años que autores como Benjamin J. Cohen (2001,
“Electronic Money: new day or false dawn?”, Review of International
Political Economy, Vol. 8, No. 2, pp 197 – 225), e incluso el ex
gobernador del Banco Central de Reino Unido, Mervyn King,
vaticinaron que el dinero físico y los bancos tienen sus días contados.
Otros autores (como Joel Kurtzman, 1993, y su dinero megabyte en
“The Death of Money”, Nueva York: Simon & Schuster) auguraron incluso
la desaparición de cualquier tipo de dinero. Relevante es también el
libro: "Modernising Money: Why Our Monetary System is Broken and How
it Can be Fixed" de Andrew Jackson y Ben Dyson, Londres 2012, o las
diversas publicaciones (en inglés), incluidos blogs, de Dave G.W.
Birch: http://www.dgwbirch.com/DGWB/Welcome.html.
Hasta hubo una iniciativa del estado en Singapur (el Proyecto
Singapore’s Electronic Legal Tender) de digitalizar todo el dinero, pero
que no dio los resultados esperados; véase Van Hove “Making electronic
money legal tender: pros & cons”, que escribió para “Economic for the
Future”, University of Cambridge, Septiembre 17 – 19, 2002). Desarrollaré
este punto en detalle en la segunda parte del blog (en Propuesta), donde
trataré las inconveniencias y los obstáculos que se me ocurren acerca de
la digitalización del dinero y de las soluciones que propongo y que varían
respecto a las de los autores mencionados. Resolver los problemas
relacionados con la seguridad online, considerando los que ya
experimentamos, junto con los costes que suponen ese nuevo sistema y la
natural oposición de los que tienen interés en el mantenimiento del statu
quo, de las invisibles clases dirigentes, son, a mi entender, los mayores
retos de la modernización del dinero. Pero si el 99 % realiza que la
eliminación del dinero físico y la digitalización distinguible de todo el
dinero resolverán la mayor parte de los problemas que le preocupan en la
actualidad, que, al fin al cabo, el cambio se reduce a un problema
tecnológico y no político, por tanto medible y controlable, y que el coste
de su implementación palidece frente al coste que ya paga por existir
dinero tangible −considérese solamente la corrupción y los 50.000 millones
€ (que equivalen a un 6,3 % del total) que cuestan a la UE cada año
en gastos de mantenimiento e infraestructuras de las transacciones que
emplean los 790.000 millones € en metálico que existen en
circulación, según el Consejo Europeo de Pagos−, entonces entenderá
que ese cambio es necesario y que hay que unir los esfuerzos para superar
los retos tecnológicos y canalizar el consenso social necesario para la
implementación de un sistema que esté en línea con el estado actual de la
técnica y que beneficie a todos. Necesitamos un sistema que asegure una
economía estable y una sociedad justa, y que sea además
medioambientalmente sostenible. Todo esto se podrá conseguir si
democratizamos la información y la creación del dinero. Aunque no tengo
formación en las tecnologías de la comunicación e información, he buscado
información actualizada sobre el tema y he concluido con algunas
reflexiones que podrían servir como punto de partida para la solución, al
menos sobre el papel, de los problemas que se me ocurren y que discutiría
con interés con los entendidos en la materia y con cualquiera que tenga
una opinión informada.
- Obviamente,
si se elimina el dinero físico, se digitaliza todo el dinero y, a partir
de ello, se prescinde de los bancos, habrá que poner algo en su lugar que
desempeñe todas las funciones económicas que éstos ahora asumen, donde las
funciones de crear y destruir el dinero serán las más importantes. Volveré
con detalles sobre la necesidad de destruir el dinero en ciertas
situaciones económicas, y con ello no me refiero a la destrucción
automática que se produce en la actualidad al pagarse o cancelarse una
deuda, y sobre cómo hacerse la destrucción del dinero con el fin de
asegurarse la estabilidad económica. Otro banco, entidad o institución con
las funciones de los bancos y financieras de hoy, sea él público o
privado, al que exigirle reservas, como en algunos estados islámicos, del
100% para poder operar no traerá ninguna mejora a la economía y, temprano o
tarde, volveremos a lo mismo. En cuanto nacionalizar bancos o volver al
patrón oro, son medidas que empeorarán la ya de por sí dañada situación
económica (hecho admitido por la corriente predominante de la teoría
económica) y social de hoy, sin considerar el medio ambiente. Ese algo,
como apuntaba en las líneas anteriores, será en cualquier caso un sistema
que aproveche al máximo las nuevas tecnologías de la información y
comunicación, eso es, una base de datos nacional única, unos servidores,
unos dispositivos electrónicos seguros de acceso y un sistema para el
tratamiento de la información, aparte de unos principios nuevos para la
creación, identificación y asignación del dinero y, como decía, para su
destrucción. Es verdad que gran parte de las transacciones comerciales de
hoy ya se llevan a cabo online, pero al final el dinero acaba
invariablemente en los libros (digitales) de algún banco y sin la
posibilidad de distinguir cada unidad monetaria de otra, sea esta digital
o física, de modo que la red es sólo una pequeña parte del sistema,
cumpliendo una función modesta y transitoria de conducto para la
transmisión de la información. Al ser los únicos que procesan y
contabilizan esa información, los bancos tiene la prerrogativa de crear dinero
de la nada con absoluta arbitrariedad y al margen, se entiende, de control
alguno por parte de los verdaderos creadores de valor de la economía.
Aparte de que no aportan ningún valor, generan, en la práctica totalidad
de los casos, más perjuicios que beneficios, cosa en que coincidimos
todos, incluso, a regañadientes, ellos mismos. Es difícil darse cuenta
donde acaba su arrogancia, dado su peso económico en tiempo y latitud, y
donde empieza su chantaje moral. Por lo que se ve los bancos,
sobre todo después de la crisis que empezó en el 2008, parecen no
haber aprendido nada, así como tampoco parecen haber olvidado nada, bueno,
o casi nada. Habrá que recordarles, pues, que ese flagrante engaño ha
sobrevivido y se ha venido aceptando hasta nuestros días sólo porque, de
algún modo, hemos llegado a dar por sentado que la economía no podrá
funcionar sin ellos, que son “demasiado grandes para fallar”, que son los
únicos de confianza para guardar nuestro dinero (físico) y generar otro, a
su cuenta y aplicándole su "legal" y "legítimo"
interés, en forma de créditos para las inversiones que tanto
necesitan nuestras economías. Mi teoría es todo lo contrario, la economía,
y por consiguiente la sociedad, no sólo podrá prescindir de ellos, sino que
funcionará mejor sin ellos. Subrayaría aquí que la eliminación de los
bancos resultará de modo accidental y será sólo una consecuencia más de la
modernización del dinero que propongo y no una condición para hacerla
posible.
- Se
dice que una cadena es tan fuerte como su eslabón más débil, regla que,
por extensión, se puede aplicar a cualquier sistema compuesto de partes
funcionalmente interdependientes. La identificación segura del usuario en
los puntos de acceso a la red, como los terminales, los PCs y cualquier
otro dispositivo electrónico físico habilitado para conectarse, transmitir
y recibir datos, es el eslabón más débil de la red, haciendo que ésta sea
insegura e inestable. Internet tiene grandes ventajas al permitir a
los usuarios conectarse desde cualquier lugar y ordenador o teléfono móvil
con sus cuentas bancarias virtuales y realizar pagos, consultas y
transferencias. Sin embargo, el precio a pagar por estas comodidades son
los riesgos a los que estos usuarios quedan inadvertidamente expuestos durante
la conexión y ceden involuntariamente una importante cantidad de
información personal que puede ser, y es muchas veces, usada para cometer
fraudes. Estos riesgos aumentan dependiendo del lugar (hogar, oficina o
lugar público) y del medio usado (el ordenador personal o público o
cualquier otro dispositivo móvil, alámbrica o inalámbricamente a una red).
Los protocolos SSL (capa de conexión segura) y TLS (seguridad de la capa
de transporte) recién implementados para la seguridad de las transacciones
han tardado poco en mostrar sus debilidades y ser explotadas por los
hackers. Lo que más preocupa, sin embargo, no son las intenciones
criminales y las veleidades de esos hackers que consiguieron saltarse los
protocolos y descifrar cookies seguros que se usan para conectarse al
correo electrónico y a las cuentas bancarias online o la eficacia de la
ley para traerles ante sí y castigarles. Lo que más preocupa es el hecho
de que estamos cada vez más dependientes de una red cuya funcionalidad y
fiabilidad −tratándose de la conservación y la transmisión de datos
privados, incluidos los de identidad− dependen indefinidamente de las
mejoras de los protocolos de comunicación y de almacenamiento de datos y
de los dispositivos electrónicos de acceso a la red. Y para hacer que ese
problema sea peor aún, las mejoras más importantes de la red vienen del
sector privado, al que por naturaleza sólo le importan los beneficios, y
nuestra seguridad por naturaleza no aporta siempre beneficios, al
contrario, es un gasto. Considerados todos estos problemas, los usuarios
finales −y legítimos propietarios de la información que les concierne solo
a ellos− no tienen ningún control sobre la información privada o, incluso
si tienen alguno y saben como usarlo, es muy limitado. Lo peor de todo es
que los usuarios de la red tampoco cuentan con una protección legal eficaz
cuando sus derechos sean vulnerados. Considérese sólo el hecho de que la
mayor parte de la información privada que cada uno de nosotros vuelca a
diario en la red es almacenada en servidores situados fuera del país de
residencia (EEUU teniendo en su territorio el mayor número de estos
servidores del mundo), lo cual deja al usuario con muy poca o ninguna
protección legal en su país, sin hablar del control sobre quién tiene acceso
a esa información privada y con qué fines. Nos gusten o no la política y
las noticias, es imposible sin embargo no haber oido hablar sobre el
asunto Snowden frente a (¿la seguridad nacional? de) EEUU, que empezó en
2013 y que sigue sorprendernos, que plantea serias preguntas sobre dónde
acaba el poder de los gobiernos para garantizar nuestra seguridad y sobre
la justificación de sus graves violaciones de los derechos a la intimidad
y al secreto de las comunicaciones de las personas físicas.
- El
hecho de tener que actualizar continuamente los antivirus y de estar al
tanto en cuanto los últimos y más eficientes métodos para la prevención de
los fraudes online, como parte de esa lucha sin cuartel para la seguridad
contra las acciones de algunos usuarios de la red que, con independencia
de la bondad o maldad relativa de sus intenciones, operan desde una cómoda
anonimidad −tanto de sus personas como de paraderos−, es motivo suficiente
para aceptar con resignación que estaremos siempre un paso detrás de los
hackers y de que la red nunca será lo suficientemente segura. Sin embargo,
no es lo que los gobiernos nos dicen, que todo está bajo control. Y si
algo finalmente ocurre, ello se debe sólo a la imprudencia o ignorancia
del afectado. ¡Haberse Vd. instalado y/o actualizado el antivirus, hombre!
¿Pero qué pasa con todo lo que tiene que ver con la seguridad de las
comunicaciones electrónicas donde el usuario no pinta nada? Sólo en la
zona SEPA (Single Euro Payments Area o Zona Única de Pagos en Euros) las
transacciones fraudulentas con tarjetas de crédito arrojan pérdidas
anuales de aproximadamente mil millones de euros, según un informe de la
Comisión Europea (SEC/2008/0511, al final). La red sirve para casi todo,
acaparando a diario y a pasos gigantescos ingentes cantidades de
información privada y usuarios con una irresistible tendencia de acabar
conteniéndolo todo: nuestra identidad, nuestros recuerdos, nuestras
propiedades y/o derechos sobre ellas, el registro de nuestras actividades
diarias y de nuestras transacciones, nuestro dinero (sea cual sea éste, y
si sobrevivirá al siglo XXI) y, en suma, nuestras vidas. ¿Quiénes son los
que en todo momento guardan, modifican, cancelan, acceden, usan y ceden el
uso de esa información?, difícil de responder, y mucho más difícil desde
cuando la red se ha vuelto tan grande, compleja e insegura que empezó a
tirarse piedras sobre el propio tejado. No hace falta ser ni informático
ni ningún lumbreras para aprender, incluso asistido por ilustrativos
videos en YouTube, como acceder fraudulentamente a sitios seguros, clonar
tarjetas de crédito o robar información privada y usarla para los fraudes
online. Y para no dejar rastro, todo –aseguran algunos sitios− se puede
hacer a través de una red pública o con un portátil o móvil de última
generación −que para ocultar la identidad puede ser adquirido en el
mercado negro− a través de una red pública. Los hackers lo hacen ahora
incluso con su PC (véase "botnet": http://es.wikipedia.org/wiki/Botnet) y
sin que en algún momento se entere. Estas pérdidas no son nada
despreciables y, dada su magnitud, requieren una solución inmediata, pero
¿cómo atajar el problema si sólo tenemos una red para todo, incluso,
claro, para las transacciones comerciales? En mi opinión, los eslabones
débiles de la red son: (i) acceso público a los caracteres, al lenguaje y
al léxico de los protocolos, a los programas y a las aplicaciones
compatibles con la red; (ii) acceso público a las bibliotecas, sea el
idioma de la programación que sea, que contienen los comandos usados para
crear estos protocolos y programas informáticos que luego son compartidos
por todos los ordenadores y otros dispositivos electrónicos para
comunicarse en la red; (iii) posibilidad de acceder físicamente a la parte
interna del hardware y de todo dispositivo electrónico que se emplea para
conectarse, alámbrica o inalámbricamente, a la red y manipularlo
para cometer fraudes o usarlo como modelo para construir emuladores,
físicos o virtuales, con el mismo fin, haciendo que el dispositivo
conserve su funcionalidad original y no dejando rastro detectable del
acceso a su interior y de la manipulación; (iv) la interfaz entre lo
analógico y lo digital y los dispositivos de acceso (periféricos como el
teclado, el ratón y la pantalla) a los distintos niveles de comunicación
informática son los mismos tanto para el usuario como para el programador
informático, de modo que, teniendo los conocimientos necesarios − que son
asimismo públicos −, la misma persona y desde el mismo terminal puede ser
al mismo tiempo o usuario de red o programador informático, sin que el
sistema pueda distinguir entre uno u otro y de sus intenciones
ilícitas/ilegales. Las debilidades de la red han favorizado la
aparición de anónimas "escuelas" o foros sociales que
continuamente forman creativos e imbatibles hackers. Los con más talento
de esos hackers acaban, irónicamente, siendo los mismos que asesoran a los
gobiernos contra los delitos informáticos y la piratería online que
ellos una vez crearon y apoyaron. O sea, se les paga el dinero de los
contribuyentes para apagar un fuego que ellos mismos prendieron. !No podía haber sido peor!
- Desde
el principio, la red ha sido pública y global y los usuarios de la red se
han ido adaptando a ella, a sus protocolos y a sus problemas de seguridad,
para comunicarse, informarse y llevar a cabo transacciones comerciales.
Siempre con un cierto grado de falibilidad y sin aportar una solución
definitiva, las mejoras y las adaptaciones de los programas y las
tecnologías de la información, sobre todo en materia de seguridad, se han
ido implementando, casi con exclusividad, como consecuencia de la presión
que ejerce la demanda del sector privado, personas físicas y
empresas que usan con regularidad la red y tienen un alto interés en
prevenir las pérdidas de dinero y de oportunidades de negocios. Los
gobiernos parecen preocuparse y hacer poco para la seguridad de los datos
privados de sus ciudadanos, al contrario, o se mantienen callados o se
declaran impotentes. Sospecho que su silencio se debe a que la falta de
seguridad de Internet les favorece más que la plena seguridad,
ya que cada vez que la información privada de sus ciudadanos es usada
indebidamente, por no saberse quién, cuándo y con qué fines la accedió
y usó, siempre podrán salirse con la justificación de que pudo haber sido
cualquiera −menos alguna autoridad, agencia o funcionario de dentro,
claro. Basta con considerar los asuntos Assange, Manning y Snowden para
tener una idea sobre la importancia de la información virtual y sobre el
papel de los gobiernos en su tratamiento con seguridad que favorezca a sus
ciudadanos. Las sociedades modernas están en medio de un proceso de
digitalización creciente de gran parte de la información privada, tanto la
que percibimos y captamos del mundo físico −analógico o material− a través
de diversos dispositivos electrónicos, como la que se origina en el mundo
interior, nuestros pensamientos e ideas, y acaba transformada en bytes.
Sin embargo, la digitalización es, a fin de cuentas, sólo un medio para la
conservación y el traslado de la información de un extremo analógico a
otro, situados ambos en el mundo físico y perceptible donde se materializa
la utilidad de los datos y nos ofrece la posibilidad de acceder, en sincronía
o asincronía, a ellos. Pero estas nuevas tecnologías nos han vuelto
complacientes y demasiado confiados. Tendemos cada vez más a convertirlo
todo en bytes. Al mismo tiempo, asumimos con pereza que esto es
normal, ya que todo el mundo lo hace, y que vamos a tenerlo así para
siempre a nuestra disposición. El riesgo que ello supone en caso de
pérdida o destrucción, piénsese sólo en la identidad de las personas, es
difícil de prever, y mucho menos que pasará después del uso indebido de
esa información. En esos casos, estoy seguro que la ficción superará
siempre la realidad. El siguiente reto de las tecnologías de la
información es, desde mi punto de vista, conseguir que las personas tengan
la facultad de conservar en privado en formato analógico WORM (Write Once
Read Many, es decir, escritura única lectura múltiple), como garantía,
toda la información que les concierne. Asimismo, tener la facultad
de acceder con facilidad y seguridad para actualizar en todo momento esa
información y emplearla como garantía o seguro ante cualquier fallo, uso
indebido por terceros (incluidas las fuerzas de seguridad y las agencias
secretas del estado) u obsolescencia de los programas informáticos o de
las aplicaciones que sirven para convertir y tratar la información en
formato digital, tanto la que circula en la red como la que está
almacenada en soportes magnéticos, flash u ópticos en los servidores y
está, por tanto, expuesta a una multitud de contingencias. Una de las
tecnologías que mejor compite en la actualidad para cumplir todas esas
características es la memoria holográfica, que es mucho más duradera,
rápida, fiable y reducida en volumen (un terabyte de datos, o más de 200
películas de 4.5 gigabytes – que puede incluir en formato analógico texto,
imágenes, videos, etc.− en un cristal de niobato de litio o fotopolímero
del tamaño de un terrón de azúcar) que todas las demás tecnologías de
almacenamiento de datos. Además, tiene la gran ventaja de que es
analógica, puede durar cientos de años y podrá ser recuperada con seguridad
y autonomía en cualquier momento posterior. Volveré
con detalles en Propuesta.
- La
utilidad más inmediata que Internet nos aporta son la
comunicación y el intercambio de información al instante. Se ha
convertido en un fenómeno mucho más profundo que un simple cambio cultural
o de conveniencia social, ya que afecta la mayor parte de las actividades
humanas y de las instituciones que mantiene las sociedades funcionales. El
90% de las empresas ya usan la red para llevar a cabo la mayor parte de
sus transacciones y sólo un 30% de los documentos que se generan,
facturas, contratos, etc., acaban impresos en papel. El número de las
administraciones públicas que usan la red, tanto para administrar, como
para comunicarse con los contribuyentes, y la cantidad de trámites
administrativos que se pueden realizar sólo online aumenta de modo
exponencial (en Suecia la práctica totalidad de los trámites
administrativos se pueden realizar solo por Internet, y sin que haga falta
imprimir nada sobre el papel, durante o al finalizarse los trámites). Está
claro que, sobre todo en los países industrializados y con alta
penetración de las tecnologías y las infraestructuras de la información y
la comunicación, tanto el sector público como el privado se mueven hacia
una administración y una economía sin papeles, a pesar de la persistencia
de los problemas estructurales de seguridad, al tratarse de la
identidad de las personas, y de la falta de medios materiales y de
conocimientos informáticos que afecta a una parte importante de los
ciudadanos. La mayor preocupación, a pesar de las cada vez más complejas
medidas de seguridad implementadas hasta la fecha, sigue siendo la
autenticación de los usuarios en los puntos de acceso a la red y la
creciente sofisticación de los fraudes online que, en la práctica
totalidad de los casos, se adelantan en tiempo y complejidad a las medidas
tomadas para combatirlos. Igual de importantes son el almacenamiento y el
acceso a los datos identificativos y, en general, a todos los que tienen
el carácter de privado. El talón de Aquiles de las nuevas tecnologías de
la información y de la red es que los usuarios se tienen que adaptar a
éstas y no al revés, en un mercado donde las nuevas tecnologías van
siempre al mejor postor en detrimento, muchas veces, de la seguridad de
todos los usuarios y legítimos propietarios de la información que les
concierne en exclusividad a ellos. Si a las empresas privadas que crean la
mayoría de esas tecnologías no les interesa un cierto aspecto o todos de
la seguridad de los usuarios, por no aportarles beneficios −a ellos o a
sus clientes− o por no generarles pérdidas significativas, lo más
seguro es que la seguridad es un tema que se quedará sin resolver y los
afectados tendrán que aguantarse y esperar de sus gobiernos una solución
práctica, homogénea, duradera y segura. Lo que se necesitan son
tecnologías concebidas desde cero que se adapten a las necesidades de los
ciudadanos, donde la seguridad de su información privada sea el punto de
partida y la razón de existir de las mismas, y no parches del mercado
aplicados a los ya existentes que sólo satisfagan a una pequeña parte de
los afectados (que son al final los que mejor pagan, claro). Los que
idearon Internet no pudieron, y tampoco debieron, prever el uso
que iba a dársele a la red y los problemas de seguridad que con ello se
generarían. Gran parte de la información que se intercambia en la red y
que, con el fin de preservar la confianza −fundamental para las
transacciones−, requiere autenticación y localización de los usuarios es
tratada y almacenada por empresas privadas, muchas de ellas bancos
(¡dichosos bancos!), que usan medidas de seguridad, dispositivos y
protocolos que han sido creados a medida también por empresas privadas.
Estas empresas, por definición, actúan movidas por potenciales beneficios
y no por sentimientos altruistas o patrioteros para resolver los problemas
de seguridad de todos los ciudadanos usuarios de la red. Los dispositivos
electrónicos y el software que estas empresas crean se ajustan a las
demandas de sus clientes y, muchas veces, están diseñados para requerir
servicios postventa y garantizarle al productor más beneficios, sin hablar
del problema de la obsolescencia tecnológica de esos productos, sea ésta
intrínseca e intencionada −con el mismo fin de asegurar más beneficios− o
extrínseca y sobrevenida. Cualquier sistema o dispositivo de pago
electrónico tendrá tanto éxito como el nivel de confianza que la gente
deposite en él. La confianza, a su vez, será satisfactoriamente alcanzada
cuando la implementación del sistema de pago haya alcanzado una masa
crítica, o sea, que sea el medio más usado y entre los existentes y que la
gente lo prefiera por su fiabilidad y facilidad de uso. Al venir todos
estos sistemas de pago del sector privado, que compite en la generación de
beneficios, el resultado será necesariamente uno de los dos siguientes:
fragmentación del mercado sin llegar a alcanzar una masa crítica o el
monopolio del ganador. Ninguna de estas dos alternativas satisfará los
requerimientos de seguridad mencionados y los usuarios en general serán
los últimos en ser considerados. Lo que se necesitan son protocolos
nuevos, tanto para las redes y los servidores dentro de los estados, como
para la comunicación y el intercambio instantáneo de información entre
estados y con la red “vulgar”, si se me permite, la www. Al mismo tiempo,
la seguridad en el tratamiento de los datos de carácter privado debería
ser declarada asunto de interés público, si no un derecho constitucional
fundamental, y con más razón si dichos datos incluyen también el dinero.
Asimismo, se deberá permitir la participación activa de los ciudadanos
para poner las bases, por las distintas vías democráticas, de un sistema
que les ofrezca las mejores garantías para el tratamiento de la información
que les concierne. Ellos son, a fin de cuentas, los propietarios legítimos
de toda esa información y no los que la guardan y tratan. Volveré sobre
esto en la segunda parte del blog (en Propuesta).
- Resumiendo,
decía que la existencia de dinero físico está en la base de muchos
problemas y fallos sistémicos que para ser resueltos requieren la
eliminación del dinero físico, lo cual hará redundante la existencia de
los bancos. También, que el dinero, físico o electrónico, no es más que
información y que al ser anónimo o no identificable los bancos pueden
irresponsablemente crearlo al margen de la economía real, de la economía
de lo tangible. Por último, que la información que representa el dinero se
intercambia a través de la red que es insegura, favorece los fraudes y
genera muchas pérdidas, tanto materiales como inmateriales. Ahora bien, si
la eliminación del dinero físico y la identificación de cada unidad
monetaria resolverían muchos de los problemas sociales actuales, no
permitiendo que ocurran (acción en sentido negativo u sustractivo), se
quedaría sin solucionar, sin embargo, otros problemas igual de importantes
que tienen que ver más con la actitud y el comportamiento especulativo de
los que usan el dinero: las crisis económicas. Aquí, el nuevo dinero tendrá
que cumplir una función mucho más difícil y, hasta ahora, impropia: la de
hacer que sí ocurran las cosas deseables para tener una economía estable.
El sistema monetario que propongo tendrá la virtualidad de funcionar en
ambos sentidos, disuasorio e incentivador. No quiero extenderme mucho en
cuestiones de pura economía, pero convendría recordar que, con el fin de
prevenir y/o eliminar las crisis, el ahorro, la inversión y, sobre todo,
la especulación son factores o variables determinantes y fundamentales en
cualquier economía de hoy. En lo que tiene que ver con la
especulación y las ganancias rápidas, la historia nos revela una verdad
universal y muy incómoda sobre la moralidad del hombre en relación al
dinero: contados individuos han conseguido demostrar tener la virtud de
resistir a la tentación del dinero fácil. Y los que sí tuvieron la
fortaleza moral de resistirla, solo lo hicieron después de haber alcanzado
un nivel de espiritualidad inalcanzable para la mayoría de nosotros. Esta
debilidad humana generalizada sólo es superada por la naturalidad con que,
una vez conseguido sin costarle mucho esfuerzo, uno se convence a sí mismo
y a los demás que se lo merece, que está en buenas manos y que alguien
allí arriba sabía que lo necesitaba más que cualquier otro, ignorando, al
menos por un momento, que las ganancias de unos son el ahorro, la
inversión, el esfuerzo o, en muchos casos, las pérdidas de otros. Sin
duda, el dinero y la moralidad casan muy mal; su naturaleza abstracta, por
muy útil que resulta a contables, asesores fiscales, gobiernos e, incluso,
hogares deja muy poco margen fértil para que germine cualquier sentimiento
altruista o solidario, y la historia es una prueba muy elocuente de ello.
Y si ampliamos el espectro y consideramos el capitalismo también, donde el
dinero juega un papel central, resulta que éste no es un
sistema auto-suficiente, al contrario de lo que muchos prefieren
creer, sino que depende de otros sistemas, como la ecología, la
comunidad o la familia. Si éstos se debilitan, el capitalismo se verá
afectado también en la misma medida o más. Resulta que el dinero, como la
Hacienda, somos todos, es todo lo que hacemos o dejamos de hacer y que
tiene relevancia social. Al final, fue esta debilidad humana hacia el
dinero fácil la que desencadenó la crisis económica actual. Detrás de los
“demasiado grandes para fallar” hay personas, como cualquiera de nosotros,
que vieron la oportunidad de hacer mucho dinero en muy poco tiempo,
claudicando, por tanto, ante esa humanamente irresistible tentación. No
quiero justificarles, sino simplemente poner de manifiesto que lo hicieron
sólo porque pudieron hacerlo, lo único que hicieron fue aprovechar el mal
diseño del dinero y del sistema de asignación de valor que del dinero se
deriva. También se basaron en la presunción de que, al fin al cabo,
incluso en el peor de los casos, ellos y no los productores son los que
tienen el papel más importante de la economía y los gobiernos no tendrán
más alternativa que rescatarles, con el dinero de los contribuyentes,
claro. La ironía es que no sólo fueron rescatados con dinero ajeno −en su
mayoría, con los fondos de pensiones y con el esfuerzo de los trabajadores
e inversores honrados de la economía, del actual y del de sus hijos−,
sino que ellos son los únicos que pueden crear otro dinero de la nada.
Reducir o, hasta, eliminar las vías y las oportunidades de
especulación favorecidas por el dinero actual es clave para prevenir o,
como poco, reducir la magnitud temporal, espacial y material de las
crisis. Para evitar las crisis será, por tanto, preciso cerrar las vías de
creación de dinero “malo”, tanto del dinero creado por los bancos como del
que resulta de la especulación. Este dinero, todos sabemos, no aporta
valor, sino que crea inflación. Dicho de otro modo, el dinero creado de la
nada y el resultante de la especulación quitan valor al dinero resultante
de cualquier actividad de la economía real, la de las cosas tangibles.
Varias teorías han intentado explicar estos problemas económicos,
sobre todo a partir de la Segunda Guerra mundial, y ofrecer una solución:
keynesianismo, liberalismo, proteccionismo, socialismo, neo-liberalismo y
otros “ismos” o teorías (como la nudge theory o la
teoría de los estímulos) de política económica, pero hasta la fecha
ninguna ha ayudado mucho en prevenir o suavizar las crisis y, en
cualquier caso, no resuelven el problema del crecimiento económico
ilimitado. Estando en plena crisis económica, y más necesitados que nunca
de un nuevo sistema monetario y de un renovado modelo social y económico
viable, de poco nos sirven ahora las advertencias que hace más de dos
décadas nos ofrecieron, por un lado, Hyman Minsky (1986): "Crear
dinero es fácil. La parte difícil es su aceptación." y, por otro,
George E. P. Box (1987): "Todos los modelos están equivocados, pero
algunos son útiles". Después de cada crisis o resultado económico
inesperado, hay que asumir pérdidas, destruir valores sociales y
personales y hacer condonaciones, revaluar, introducir, modificar o
suprimir una o algunas de las variables de esos sistemas y modelos y
volver desde el principio. Es comúnmente aceptado que el comportamiento y
las motivaciones de los agentes económicos −sin hablar de otros factores
determinantes que complican aún más esos modelos, como los conflictos
sociales, el derrocamiento de los gobiernos o los desastres naturales− son
a veces tan irracionales e imprevisibles que no encajan en ningún modelo,
de modo que prever las crisis es tan improbable como predecir el tiempo.
El problema fundamental de las economías modernas no es, como a algunos
economistas les gusta creer, que algunos agentes se arriesgan más que la
mayoría basándose en información más exacta y oportuna o cuya intuición
les funciona mejor que a los demás, sino que el sistema monetario actual
no distingue entre dinero fruto de la especulación y dinero resultante de
una actividad productiva y real. El problema es, en pocas palabras, que es
posible (muchos lo consideran hasta legítimo) especular. Todos lo hacemos
y así ha sido siempre desde los primeros orfebres que se alzaron como
agentes comerciales. Aquí merece la pena recordar al economista
estadounidense Hyman Minsky y su teoría sobre la fragilidad financiera
intrínseca a la marcha normal de la economía para entender mejor las
crisis financieras y su impacto económico agregado
(http://es.wikipedia.org/wiki/Hyman_Minsky). No propongo proscribir,
como hizo la Iglesia Católica en la Edad Media, la especulación o el
interés sobre el dinero, que también es una forma de especular, será
política y tecnológicamente imposible. Mi propuesta es de condicionar el
consumo a través de unos méritos sociales democráticamente instituidos
(ver Propuesta), partiendo de la premisa que los productores de los bienes
y servicios, tanto de los provenientes del mercado como de los declarados
socialmente útiles o de interés común, son los únicos legitimados para
condicionar el acceso a los mismos a través de dichos méritos.
- Llegados
a este punto, conviene también recordar que el elemento que tienen en
común todas las políticas económicas actuales es el enfoque en el
crecimiento económico, el consumo y la creación de empleo, permitiendo al
mismo tiempo a las multinacionales, sobre todo en los países del Atlántico
Norte, vender a sus ciudadanos productos manufacturados a bajo coste en
los países en desarrollo, cuando lo que tendrían que hacer es estimular la
cada vez más evidentemente necesaria producción local. Con estas premisas,
los gobiernos actuales entienden que es fundamental estimular el ahorro y
la inversión, o, como último recurso y para evitar la deflación, imprimir
más dinero o reducir la reserva fraccionaria de los bancos para que
amplíen los créditos para la inversión y el consumo. O sea, más
ladrillos y más incentivos para el consumo. Sin embargo, la eficacia de
estas políticas es, como poco, discutible, ya que el sentido común (que
además constituye el 95% de la Economía como ciencia) dicta que, en tiempo
de crisis, todo lo contrario ocurra, eso es, que los ahorradores sean
precavidos y esperen, y, los que sí deciden invertir, compren bienes que
mejor conservan el valor, como oro o inmuebles (conocidos también
como activos duros o tangibles), activos que por sí, se sabe, no
aportan nada a la economía, sino que sirven para almacenar valor y
posponer la inversión o el consumo para tiempos mejores. Así son las cosas
y así las hemos venido aceptando. En cuanto a los que invierten dinero
ajeno, al comprometerse a pagar también un interés, el mismo sentido común
les lleva a ser más precavidos y reticentes todavía, tomando menos dinero
prestado y, por tanto, invirtiendo menos. La recuperación de la economía
en estas situaciones genera ingentes pérdidas irrecuperables −muchas de
ellas inmateriales y difícilmente perceptibles, como el bienestar o la
degradación del medioambiente−, es larga y causa muchas tensiones
sociales. Por último, resulta cada vez más difícil apoyar la idea de
crecimiento económico ilimitado en un planeta con recursos finitos: sólo
el cáncer crece indefinidamente. Hace falta algo mejor que todo esto. Un
nuevo dinero tiene el potencial, tal y como lo veo yo, de acabar con esas
disfunciones y asegurar el equilibrio económico, incluso si eso supondrá
reducir el consumo, dejando al dinero en un segundo plano, como es
natural. Volveré en detalle sobre este punto en Propuesta.
- El
egoísmo competitivo, el individualismo y la protección institucional, por
encima de todo, de la propiedad privada son la base de las filosofías y,
en general, de las ideologías que están detrás de las políticas económicas
actuales. Sus defensores los consideran un precio a pagar o, si se quiere,
un mal necesario del desarrollo y de la evolución. Son una excusa para el
−aparentemente universal− bienestar que resulta del capitalismo, a pesar
de sus cada vez más evidentes efectos adversos, tanto para la
sociedad en general, como para el medioambiente. "Para cada problema
complejo y difícil, siempre hay una respuesta simple, fácil y
equivocada", M.L. Mencke. El crecimiento económico es un problema
complejo y difícil, y las políticas del fin que siempre justifica los
medios y de que el crecimiento económico es garantizado en cualquier caso
por ricos y especuladores (o "trickle down economics", teoría
económica según la cual el crecimiento económico y el bienestar general de
los ricos se va filtrando poco a poco hacia las capas más bajas de la
sociedad) constituyen esa respuesta fácil. Se insiste en que las
ineficiencias sociales y humanas o los efectos medioambientales adversos
del capitalismo son elementos necesarios y transitorios de un proceso
schumpeteriano de destrucción creativa que, a largo
plazo, siempre acaba bien (eso si viviremos para verlo, ya que, recordando
a Keynes, “en el largo plazo todos estamos muertos”). Por muy atractivo
que lingüísticamente nos parezca el oxímoron “destrucción creativa”, hay
que recordar que, desde una perspectiva global, la destrucción siempre
implica perdedores y, muchas veces, ningún ganador. Discreparían los
“inversores precavidos” que siempre han sabido sacar tajada de las crisis
y, por tanto, se consideran ganadores, pero les convendría recordar que la
contrapartida de la apreciación y/o aumento de sus activos son el
bienestar social y el medioambiente que, llegado el tiempo, siempre
devuelve sus facturas a todos nosotros, sin excepción. Cada vez más a
menudo los políticos de hoy parecen ignorar y omitir de sus discursos algo
que es meridianamente obvio, si algo no puede crecer indefinidamente,
algún día se parará. "El desarrollo, que pretende ser una
solución, ignora que las propias sociedades occidentales están en crisis a
causa, precisamente, de ese desarrollo, que ha segregado un subdesarrollo
intelectual, físico y moral. Intelectual, porque la formación disciplinar
que recibimos los occidentales, al enseñarnos a disociarlo todo, nos ha
hecho perder la capacidad de relacionar las cosas y, por lo tanto, de
pensar los problemas fundamentales y globales. Físico, porque estamos
dominados por una lógica puramente económica, que no ve más perspectiva política
que el crecimiento y el desarrollo, y estamos abocados a considerarlo todo
en términos cuantitativos y materiales. Moral, porque el egocentrismo
domina sobre la solidaridad. Además, la hiperespecialización, el
hiperindividualismo y la falta de solidaridad desembocan en el malestar,
incluso en el seno del confort material" (Morin, 2011). En un
planeta con recursos finitos donde todo está interconectado y
funciona como un todo, todos somos perdedores. La clave es la
sostenibilidad −palabra muy usada últimamente por los políticos pero que,
a pesar de su tendencia general de vulgarizarse, conserva todavía mucha
verdad sobre el binomio hombre-naturaleza. La historia humana y, sobre
todo, el funcionamiento de la naturaleza provee innumerables ejemplos de resolución
de conflictos y de evolución en armonía, donde todo lo contrario a la
competición prevaleció. La cooperación, la reciprocidad, la colaboración,
el trabajo en equipo y la aplicación de cualquier sistema de mutualidades
llevan a resultados que, en cierta medida, favorecen a todos y, sobre
todo, dejan poco lugar para la violencia, la discordia, los conflictos y
la destrucción, resultados altamente probables en un clima competitivo. No
hace falta abundar mucho sobre este tema, todos estamos muy familiarizados
con él. Recibimos a diario lecciones socializadoras sobre como la
propiedad privada y las riquezas llevan a la separación material y
espiritual, a la limitación y a la exclusividad, con efectos netos a largo
plazo negativos y desalentadores, tanto para la paz interior de cada uno
de nosotros, cómo para la paz social en general. Asimismo, sabemos que la
creatividad, la originalidad y la productividad ocurren con mucha más
facilidad en un clima de mutualidades en el cual prevalezca la actitud del
“hoy por ti, mañana por mí” que en un entorno competitivo y destructivo.
De nuevo, hace falta algo mejor que el sistema actual que se sustenta
sobre el egoísmo competitivo y la acumulación de propiedades privadas, y
da igual si uno lo hace con o sin el fin de especular sobre su valor
futuro. Espero, sinceramente, que mi Propuesta sea suficiente para, al
menos, sentar las bases para el debate público de otras alternativas al
modo actual de organizar la sociedad y la economía.
- Para
que la cooperación y la colaboración sean efectivas y desplieguen todos
sus beneficios, la confianza entre los participantes en la
actividad/empresa es fundamental. A su vez, para que haya confianza tiene
que haber, ante todo, igualdad de oportunidades de acceso a la información
relativa a los recursos empleados, materiales, inmateriales y humanos, al
proceso de producción o transformación y a los beneficios. Al fin al cabo,
una empresa es básicamente una fórmula de organización y optimización de
recursos y de transformación de la materia con el fin de producir ciertos
bienes o servicios escasos para los que hay demanda en la economía y que
no se encuentran o no tienen sustitutos en estado natural. Que unos se
lleven más méritos que otros, en función de su papel y del grado de
participación en esa organización y ese proceso de optimización, es hasta
cierto punto admisible, pero no lo es para nada si los que −aparte de
tener acceso y usar con prioridad y privilegios capital y recursos ajenos−
arriesgan también lo que no es suyo y resultan en el final ser insolventes
o, estando en el borde de la quiebra, se han vuelto demasiado grandes para
dejarles fallar. Para que esto no ocurra y la confianza no resulte
dañada, aparte de facilitar la igualdad de oportunidades de acceso a la
información, es importante que la aplicación de las reglas de juego se
haga sin discriminación, proteccionismos, excepciones o
favoritismos. Un nuevo sistema para el tratamiento de la información
y un renovado sistema monetario, aparte de ofrecer transparencia, tienen el
potencial de fomentar y restablecer la confianza entre los distintos
agentes económicos. Conviene recordar que lo que es comúnmente
identificado como dinero en las economías modernas de hoy toma, muy pocas
veces, la forma de monedas y billetes de curso legal, eso es, dinero
físico. Son derechos de crédito que se especifican en algún tipo de
documento (acuerdos y contratos), en soporte papel o electrónico (aquí
también entra el dinero electrónico, lo cual es, básicamente, la promesa
de pago del que almacena la información sobre el crédito en formato
digital), y que circulan con el mismo grado de aceptación que la moneda de
curso legal. También conviene recordar que cuando hablamos de derechos
sabemos que siempre hay, por un lado, un titular o titulares de los mismos
y, por otro, personas, físicas o jurídicas, determinadas o no por un
contrato y/o la ley en sentido amplio, que aceptan la correlativa
obligación de respetar y/o llenar esos derechos. La confianza que los
primeros depositan en los segundos de respetarles y satisfacerles el
ejercicio de esos derechos es clave. Sin embargo, la confianza no les
viene de la nada, no es una ocurrencia o un estado de conciencia sin
ninguna o muy poca conexión con el mundo real. La confianza es informada y
se nutre de toda la información que tenemos, o que sabemos con certeza que
podemos llegar a tener, sobre los demás participantes, tanto en el tráfico
mercantil como en la vida social, en general. Asimismo, se basa en la
información que tenemos sobre los mecanismos, legales y/o consuetudinarios
(para tener una idea sobre la eficacia de los mecanismos consolidados por
las costumbres, considere a los cobradores del frac de hoy), que se
activan en caso de incumplimiento. Si la información que se tiene es
inexacta, incompleta, intencionadamente oculta o falseada o los mecanismos
referidos son lentos e ineficaces y el incumplidor es un agente económico
“demasiado grande para fallar” la confianza falla y las consecuencias
pueden ser sistémicas y traducirse en enormes e irrecuperables pérdidas.
De nuevo, el tratamiento y la conservación seguras de la información son
fundamentales. Desde cuando empezó la crisis económica en 2008 vemos cada
vez más pruebas de lo dañada que está la confianza que queda entre los
agentes económicos y entre éstos y los garantes del cumplimiento de las
normas. La confianza es volátil, se va a caballo y vuelve a pie, y el
dinero, por las debilidades descritas (4) y por facilitar la especulación,
es el principal causante de esa pérdida de confianza gradual y
generalizada. Su restauración se podrá conseguir, insisto, sólo a través
de un nuevo dinero, que será beneficial no sólo para las transacciones
comerciales, sino también para la gran mayoría de las actividades humanas
con relevancia social.
- El
hombre moderno ha venido aceptando que, fuera del ámbito estrictamente
privado, todo lo que hace o fabrica puede ser incluido, a través de un
criterio capitalista, en alguna de estas dos categorías: productivo o
improductivo, eso es, hay actividades que contribuyen al producto nacional
y actividades que no. Hablando en plata, si no ganas dinero con lo que
haces, no será productivo y nadie de la economía estará dispuesto invertir
dinero en ello. Y claro, si nadie invierte en ello, nunca será productivo.
Es la pescadilla que se muerde la cola. Sin embargo, todos sabemos que,
por un lado, para garantizar el bienestar personal y social y para que la
sociedad funcione sin tensiones, hace falta invertir en ciertos bienes y
mantener funcionales ciertos servicios públicos, como la salud, los
sistemas de transporte, la seguridad ciudadana, las telecomunicaciones,
los sistemas energéticos, la autorización de medicamentos y la educación,
que por sí mismos no generan beneficios económicos susceptibles de ser
valorados en dinero o no lo hacen de un modo directo y fácilmente
apreciable (en esta categoría se incluyen también la educación y el
cuidado de los padres en las etapas preescolares y de los ancianos
dependientes de la ayuda familiar muy difíciles de valorar e
incluir en los modelos económicos actuales; para saber más, léase el
libro escrito por Nancy Folbre: "Codicia, lujuria y
género: Historia de las ideas económicas" de 2009). Asimismo, se
sabe que una considerable parte de la población, se dedique o no a
algo que algún día pueda ser productivo − a través del mismo criterio
capitalista−, tiene la consideración de inactiva. La mayoría de nosotros
acepta como algo natural y sin criticar que es más importante cuánto se
gana y no la función que uno desempeña dentro de la organización, empresa
o comunidad a la que pertenece. O sea, el dinero, este instrumento
abstracto que creamos, es usado una vez más como criterio único para
medir la importancia de cualquier actividad humana productiva, lo
cual hace, por ejemplo, que los jóvenes de hoy no quieran desempeñar
trabajos mileuristas que no requieran cualificación en sectores como la
hostelería, la sanidad, la agricultura, la construcción o el comercio; no
les motiva nada, se le ha enseñado, implícita o explícitamente, que lo
único que importa es tener dinero. De ahí que su movilidad en el empleo,
una vez finalizados los estudios o la formación −sobre todo en Occidente−,
es muy inflexible a la baja y los gobiernos tienen que decidir si abrir
las puertas a la inmigración o subir el salario mínimo interprofesional,
generando en ambos casos tantas tensiones sociales que de no hacer nada.
La dialéctica de productivo e improductivo es reconciliada y mantenida en
cierto equilibrio social, año tras año con cada presupuesto del estado, a
través de la creación, por diversas vías, de nuevo dinero y de programas
para gastarlo. Los acalorados y moralizadores discursos políticos −sobre
todo desde cuando empezó la crisis en 2008− a favor de la justicia social,
complementados con algún que otro brindis oportuno al sol para evitar
manifestaciones, no han hecho más que afirmar la desigualdad social y
sembrar más desconfianza ciudadana en los políticos en las instituciones
democráticas de hoy. La verdad es que cuantas más deudas y menos inversión
y desarrollo económico del/los año/s anterior/es, tanto más difícil la
conciliación, más profundo el malestar social y menos eficientes los
mecanismos para exigir responsabilidad política, y mucho menos los
mecanismos de la democracia en la que vivimos, puesto que “es una
democracia secuestrada, condicionada, amputada…” (José de Sousa Saramago).
Ambos grupos usan el dinero, pero sólo el grupo o, si se quiere, el sector
productivo decide cuanto invertir y cuanto compartir, además de tener la
prerrogativa, junto con el banco central, de determinar o influir en el
valor del dinero, de modo que el grupo inactivo e improductivo está cada
vez más dependiente del otro y cada vez más cerca del “Estado de
malestar”. Una relación asimétrica y oblicua de dependencia a favor de los
primeros que se ahonda con cada crisis económica y existe, en primer
lugar, sólo porque el diseño del actual sistema monetario es ineficaz, y
la ineficacia es debida a la existencia de dinero físico y digital anónimo
y cada vez más desconectado del valor de las cosas (cosas en sentido
amplio y socialmente relevante). Ambos grupos necesitan el dinero, pero
sólo uno de ellos preserva la capacidad exclusiva de producirlo e influir
en su distribución. Dicho de otro modo, el dinero es la bisagra social
entre el mercado y los (legalmente declarados y protegidos en la mayoría
de los países desarrollados) beneficiarios del
bienestar social. La dialéctica de esta relación se deriva del
hecho que los que intervienen en el mercado tienen como único objetivo maximizar
y asegurar sus beneficios y pagar menos impuestos, siendo esto, de hecho,
la base sobre que se sienta el capitalismo y haga que sea incompatible con
los valores democráticos fundamentales. En todo momento, sobre todo los
bancos y demás especuladores que tienen mucho que perder, harán todo lo
que está en sus manos para inmunizarse contra las pérdidas y sacar
beneficios de todo lo que se puede vender, y si no se puede, le cambiarán
el envoltorio y lo venderán de todos modos. En las últimas décadas, sus
sofisticados métodos para sacar dinero fácil y su característica capa de
opacidad contable les han alejado aún más de la economía real, la economía
del valor tangible de las cosas. Los fondos de pensiones y los ahorros,
larga y penosamente acumulados, de muchos trabajadores honrados no fueron
suficientes para satisfacer la codicia de los bancos y las financieras
−del Atlántico Norte, sobre todo− y cubrir el daño creado por todos esos
“modernos” instrumentos financieros que arruinaron países enteros y cuyo
exotismo sólo demostró ser superado por su desenlace económico tóxico y
global. Consiguieron crear la madre de todas las burbujas de deuda privada
de la historia humana que, en el mejor de los casos, será pagada por una,
dos o, incluso, tres generaciones futuras, si no quebrará la economía del
mundo; queda por ver. Además, hicieron que la confianza que los ciudadanos
solían depositar sin cuestionar en los políticos, en el poder y en las
instituciones, hasta ahora, funcionales y socialmente útiles se vuelva
cada vez más débil, si no prácticamente inexistente, dejando un vacío de
legitimidad muy difícil de rellenar a través de los mecanismos
democráticos que hoy damos por sentados. Es más, la democracia,
conceptualmente y como fórmula para la institucionalización y la
legitimidad del poder, puede que sea muy distinta a la sagradamente
definida y articulada en la mayoría de las constituciones del occidente;
en este sentido, lo acertadamente apuntado sobre la democracia por Philip
Coggan, periodista/economista, en su reciente libro "The Last Vote:
The threats to Western democracy" o el enfoque informacional de las
sociedades y de la democracia del sociólogo de renombre mundial Manuel
Castells en sus innumerables obras.
- Llama
la atención la paradoja de los negocios que generan los mayores beneficios
del planeta: los bancos y las empresas energéticas. A pesar de ser los más
ricos y con el mayor potencial de contribuir al bienestar general, son los
que menos comparten y contribuyen, vía los impuestos, al bienestar de
todos, además de ser los que más influyen, formal e informalmente, en la
política para mantener sus privilegios y asegurarse los beneficios. Y la
paradoja continúa. Mientras que los bancos no aportan ningún valor a la
economía, al contrario, crean inestabilidad estructural y
empujan a la quiebra naciones enteras, las energéticas, por su parte,
explotan y sacan beneficios millonarios de los recursos no renovables del
planeta, que se supone son de todos, contaminando de paso
el medio-ambiente. La gran excusa, muy popular entre los
políticos, es que crean riqueza y puestos de trabajo y, si no llegan
a hacerlo tal y como lo prometieron o crean más daños que aportar
beneficios, son ahora demasiado grandes e importantes para la economía
para dejarles fallar. En tiempos de vacas gordas, y sobre todo antes de la
llegada de Internet y de las consecuentes tecnologías
modernas de la comunicación, todo esto pasó desapercibido, pero esta
última crisis puso en evidencia el descaro y las mentiras de éstos y
otros parásitos de las economías, haciendo que la gente se vuelva muy
sensible ante esas injusticias y salga a las calles a protestar.
Para reparar de alguna manera su imagen, muchos de ellos dejaron
escapárseles algunas migas para las obras en bien de la humanidad, por
supuesto, con carteles grandes, apelativos humanitarios e imágenes de
niños hambrientos. Por otro lado, siguen como si nada presionando a los
gobiernos para privatizar bienes comunes como el agua potable, la sanidad
y la educación y, para desviar la atención de los ciudadanos
afectados, crean pantallas de humo con sus donaciones a través de
fundaciones o caritativas ONGs, que en realidad no son más que ingeniosos
instrumentos legales del capitalismo, ahora bautizado, cultural. En
realidad, todos sabemos que todo esto no es más que otro de sus métodos
socialmente subversivos para sacar el máximo provecho de toda exención
fiscal posible y ponerle de paso una cara más amable a la vergüenza
pública que supone esa limosna institucionalizada. Ver como ponen todo su
empeño en crear percepciones amables y humanas, como la de altruista
hermano mayor que vive atormentado por el sufrimiento de los menos
afortunados del planeta, es, como poco, vomitivo, sabiendo quiénes son, lo
que hacen y que sólo les interesa el dinero y, por consiguiente, el poder.
Ellos son los que nos mantienen divididos en explotadores y explotados, en
los que lo tienen todo y los que no tienen nada y, en general, en
ganadores y perdedores, no el mercado, la genética o, incluso, la suerte.
El funcionamiento del sistema ha sido creado y mantenido por ellos, no es
el fruto de la evolución histórica espontánea del hombre. Los promotores
del cambio, por tanto, nunca será alguien de entre sus filas. Y si algún
cambio beneficial para todos ocurrirá por fin, nadie se merecerá ser menos
recordado por la historia que los filántropos de nuestros tiempos que no
dejan escapárseles una para masturbar públicamente sus egos delante de sus
estatuas o de carteles con las inmensas cantidades donadas. Los problemas del
mundo no se resolverán a base de cuantiosas donaciones, ¡señores! Y en
cualquier caso, no viniendo de los que lo mantienen bajo su dominación
después de haberle exprimido todos sus recursos y su vitalidad.
- Todos ellos, bancos, poderosas multinacionales, oligarcas y políticos corruptos y sedientes de poder, no son más que una clase muy reducida de, en su práctica totalidad, invisibles intermediarios que se interpone entre la otra gran visible clase constituida por el 99 % de la población humana y la creación del dinero, junto, por supuesto, al poder político del que el dinero es su gran menos visible mecenas. El dinero no existe para asegurar el bienestar de la población humana y preservar el medioambiente, sino para mantener a la misma gente al control de la máquina del dinero. Su método de enriquecimiento es sencillo e invariable en el tiempo: perder el rastro de cada unidad monetaria física o virtual que se crea y desvincularla de su publicada función inicial. Por el camino, a través de diversos y complejos mecanismos legales, financieros y contables, el dinero cambia varias veces de manos y/o de país, se le añade o borra información y, sobre todo, se asigna con prioridad a los negocios o para sobornar a los que ofrecen las mejores garantías para aumentar o mantener sus privilegios. Pero su gran negocio no se agota en estas prerrogativas. La mayor injusticia social y medioambiental viene de hecho del dinero que crean los bancos a diario. La distintas formas en la que se materializa la irresponsabilidad social facilitada por el dinero anónimo son una parte fundamental del asesoramiento que hoy ofrecen las mejores empresas de consultoría y auditoría del mundo y les asegura ingresos anuales mil-millonarios, los cuatro grandes, PwC, Deloitte, Ernst & Young y KPMG. Entre los métodos de eludir la responsabilidad social y evadir impuestos sobresalen por su ilegalidad e inmoralidad: doble contabilidad, paraísos fiscales (cifras oficiales recientes los sitúa en unos 60, entre los cuales: Delaware, Bermuda, Ugland House de las Islas Caimán e incluso importantes centros financieros de países de la UE como Inglaterra, Luxemburgo, Irlanda y Los Países Bajos), contabilidad ficticia, accionistas o administradores sociales nominales, empresas ficticias o pantalla, testaferros y otros métodos para perder el rastro de los beneficios, ocultar a sus verdaderos beneficiarios y evadir esas naturales responsabilidades fiscales y sociales. Pero sus métodos no son ni secretos (muchos de nosotros han oído hablar de la técnica del Doble Bocadillo Irlandés/Holandés usada por grandes como Google, Apple, Amazon y Microsoft para pagar menos impuestos, muchas veces cercano a la nada), ni tan complejos para hacerlos incomprensible y, en consecuencia, combatirlos o hacer que las personas que están detrás sean legal y socialmente responsables (en este sentido, véase el artículo “Los 20 trillones de dólares que faltan” de la revista en inglés El Economista, de 16 de febrero de 2013, y la solución que sugieren y visite: http://www.icij.org/offshore). Sin embargo, la lucha nunca podrá ser ganada por las vías democráticas y de colaboración internacional que hoy conocemos. El único modo de traer algún significativo será cambiando radicalmente o repensando el sistema monetario de hoy. El dinero que ellos crean, sea éste lícito, ilícito, lavado, ilegal o fruto de la especulación, sólo sirve para mantener con vida el tumor maligno de la sociedad, a los creadores del dinero, y su metástasis avanzada amenaza ahora con matarla, y en cualquier caso no antes de haber pasado por una larga y dolorosa agonía. Su dinero sólo sirve para alimentar y mantener la zona gris del valor de las cosas, donde todo puede ser cualquier cosa, según los intereses de sus creadores y de sus cómplices, aunque ellos lo llaman hacer negocios. Si sólo consideramos al dinero creado por cualquier método legal y lícito, vemos que éste ha ayudado poco a la economía real. Lo único que han conseguido fue una burbuja insostenible de deuda que sólo espera explotar y cuyo valor nominal es 20.000 veces más grande que el valor de la economía real del planeta. Es absurdo pensar que vamos a llegar alguna vez a pagar esa deuda, y de eso se trata precisamente, que no la paguemos, y no hace falta creer en teorías de la conspiración. Es lógico que lo único que le queda al deudor es, por consiguiente, trabajar para pagar el interés, ahorrar renunciando al consumo, aceptar recortes en su bienestar, suplicar condonaciones, votar para vender a precios irrisorios sus recursos naturales y, sobre todo, callar. No hace falta definir sus situación y posición respecto al acreedor. Cuando estalló la crisis en 2008, el valor (el producto bruto) de la economía global era de alrededor 45 trillones de euros, de los cuales casi la mitad, unos 20 trillones, se esfumó como por arte de magia, según McKinsey del FMI, ver el link puesto arriba. El dinero que crean circula como cheque al portador y cambia de manos sin dejar ningún rastro. Recorre un largo, obscuro y sinuoso camino donde es abusado, prostituido −por así decirlo−, desvalorizado y malversado hasta que por fin se le asigna el último destino de la economía: la explotación de los recursos humanos y del planeta para la producción de bienes y servicios que las sociedades necesitan. Se entiende, cualquier bien o servicio menos cualquiera de los que ofrecen parásitos como los llamados profesionales en asesoramiento contable, financiero y legal y las empresas de seguros y publicidad. Alcanzada la base de la pirámide económica, el dinero se hace visible y lícito y es entregado a cambio de algo que la gente trabajadora hace que por fin recupere y mantenga algo de su valor inicial: su esfuerzo físico e intelectual. ¡El dinero, señores creadores, no es una cosa o un bien, es una institución social, un seguro para el bienestar y un derecho de todos los que crean algo tangible y de valor! Resulta legítimo, entonces, preguntarse ¿cuál es la función exacta de los creadores del dinero? ¿Por qué tiene que haber alguien que no participa en la producción de todo lo que necesitamos para vivir en armonía que decida para qué y cuánto dinero se debe crear? ¿Por qué no crear nosotros el dinero que necesitemos para cubrir nuestras necesidades y asegurarnos el bienestar y, si alguna vez el dinero se vuelve redundante, finalmente prescindir de él?
For the English translation, follow the link: https://drive.google.com/open?id=1E9hjoMu9BaTtPQXDNs5xCTGLt55okV0h . Propuesta para modernizar el dinero: digitalizar el dinero, donde cada unidad monetaria es única y fácil de rastrear; introducir en la economía un sistema paralelo de créditos personales y reales; condicionar el gasto para el consumo con esos créditos.
Copyright
"Nunca dudes que un pequeño grupo de ciudadanos pensantes y comprometidos pueden cambiar el mundo. De hecho, son los únicos que lo han logrado." Margaret Mead
viernes, 8 de marzo de 2013
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